Estudios monumentales y arqueológicos. Las provincias vascongadas

José Amador de los Ríos Serrano

José Amador de los Ríos Serrano (1818-1878). Estudios monumentales y arqueológicos. Las provincias vascongadas. Revista de España 7/1871, Tomo nº 21
 

Páginas 398 y 399
Logran no escasa celebridad en el territorio de Vizcaya ciertos monumentos, dignos en verdad de muy detenido estudio. Nos referimos más principalmente á los Sepulcros de Elmrío, de que hicimos ya mención en nuestro primer artículo, y al ídolo de Miquéldi, designado en la lengua vernácula del pais con el nombre de Miqueldíco-idolúa. Avasallados por la idea de sublimar los orígenes de su historia y de ennoblecer el suelo de sus montañas, hánse afanado antes de ahora ciertos escritores indígenas que fijaron
su atención en estos monumentos, por atribuirles extremada antigüedad, haciendo inusitados esfuerzos de imaginación, para autorizarla en algún modo: en cambio los han considerado otros con absoluto menosprecio, tocando en la vedada meta de las invectivas y las burlas. Rudas, más que debieran, ban sido las controversias, en particular sobre el ÍDOLO: toda la diligencia de unos, toda la humorística repulsión de otros no ban excedido, sin embargo, de la esfera de más ó menos racionales ó arbitrarias hipótesis. Porque ni las antiguas, historias ni los archivos les han prestado luz alguna en tan desusadas inquisiciones, viéndose necesitados de forzar su propia razón, ó aun de abdicar de ella para decir algo que por lo nuevo y singular satisficiera el orgullo local de sus compatriotas ó excitara la admiración de los extraños. Los doctos académicos de la Historia que escribían en 1802 el Diccionario geográfico-histórico de las provincias pirenaicas, aunque celosos por extremo en la ilustracion de todo género de antigüedades, pasaban, no obstante, de largo por Elorrio y Durango, sin que los Sepulcros de Argiúneta ni el ídolo do Miquéldi les inspirasen observación alguna ni les dictaran el más simple recuerdo.  
Pero ni este silencio, hijo del exclusivismo clásico que deminaba á la razón en los estudios arqueológicos, ni el vario y contradictorio juicio de los que hablaron en algún modo de las referidas antiguallas, pueden satisfacer el noble anhelo de los que buscan en el examen de los monumentos la comprobación de la verdad histórica: no lo primero, porque nada hay más estéril que la negación que brota del menosprecio de lo que se ignora ó desconoce: no lo segundo, porque sobre ser ya de suyo harto dificil el deducir la verdad de antagónicas premisas, no es está más convincente, por lo extravagante, ni más luminosa, porlo recóndita y peregrina. Ageno es de nuestra intención el consagrar aqui á cada uno de aquellos monumentos, como sin duda lo merecen, una especial monografía; mas dado el interés que despiertan por si y por los trabajos de que han sido objeto, y contraída ya por nosotros la obligación de pronunciar cu el asunto algunas palabras, lícito nos será detenernos ante ellos por breves instantes, no sin el temor de que, vencidos por las apariencias, nos dejemos también llevar al resbaladizo terreno de las aventuradas hipótesis. Ministrannos, sin embargo, de un lado la historia especial del suelo vasco, y de otro la ciencia arqueológica no despreciables enseñanzas, para entrar con alguna seguridad, bien que no sin cautela, en campo tan inculto y movedizo; y apoyándonos al par en una y otra, abrigamos la confianza de que ni seremos tildados de antojadizos, por engolfarnos en una antigüedad injustificable y sin medida, ni correremos plaza de injustos, por despojar á las montañas y valles vizcaínos de la respetable aureola de sus más estimados y típicos monumentos.
 

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… enlazándose con algunas de las indicaciones ya expuestas y otras que, al tratar
del Idolo de Miquéldi, añadiremos. Aquel becerro inmolado á presencia de los sacerdotes; aquellas fogatas encendidas para guardar durante la noche el cuerpo desangrado de la víctima, pendiente de un árbol; aquellos bailes matinales, con que se preparan los sacrificadores y cofrades que los rodean á comer, dadas las doce, las entrañas del indicado becerro; aquel silencioso repartimiento de su carne, con aqueha especie de procesión, en queso retiran todos á sus hogares, llevando cada cual la parte que le cupo en suerte; y finalmente, aquella singular participación, que sólo en el último día de la fiesta se concede á los moradores del contorno, en los bailes y libaciones con que las ceremonias terminan, motivo eran, por cierto, de formal estudio, pues que podían elevarnos á la contemplación de las costumbres primitivas de las tribus vascas, costumbres en que se hermanaban de un modo peregrino el culto de la madre naturaleza (sornausi) y el culto de la vida sensual personificado en la gran Bensosia, deidad que parecía simbolizar, juntamente de uno y otro lado del Pirineo, los atributos de Céres y de Venus
 

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Espesas y poco fáciles de disipar son por cierto las que han arrojado los eruditos, asi naturales como extraños del suelo vasco, sobre el renombrado ídolo de Miquéldi. Desdeñado largo tiempo por la incuria ó la ignorancia, ni aun despertó la atención del docto Esteban de Garibay, historiador diligente que dentro del siglo XVI rindió á las glorias de España muy estimado tributo. Era el autor del Compendio historial, hijo de Mondragon, villa asentada á tres leguas de Durango; y su silencio sobre el ídolo ha pesado tanto en el ánimo de ciertos escritores indígenas, que les ha movido á quitar toda significación y antigüedad al indicado monumento. Entre tanto, y ya desde 1634, edad no muy á propósito para ensayar con fruto este linaje de investigaciones, un hijo de Durango, en loable estudio relativo á “La geografía y asiento de aquella noble merindad,” señalaba cual “antigüedad notable” y de las “más vistosas,” existente en una ermita de la referida villa de Durango, “una gran piedra, asi monstruosa en la forma como en el tamaño, cuya hechura (decia) es de una aliada ó reinoceronte, con un globo grandísimo entre los pies, y en él tallados caracteres notables y noentendidos.” Este escritor, que era D. Gonzalo de Otálora y Guisasa, anadia que aquella gran piedra, de que no tenia memoria, corria, sin embargo, por “ídolo antiguo (2).”
(2) Micrología geográfica del asiento de la noble merindad de Durango, folio 6.  Sevilla 1634

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En concepto de tal le tenia y tuvo mucho tiempo después la gente del Duranguesado, y no con otro valor llegó á noticia del claro autor de la España Sagrada, fray Enrique Florez. Trataba este docto agustiniano de fijar geográficamente los límites de la antigua Cantabria en disertación expresa, escrita como “discurso preliminar” al tomo XXIV de la referida obra, y dada á luz en 1768 (1). Noticioso de aquel monumento por la relación de Otálora, no lo conceptuó indiferente para la ilustración de su Memoria, y procuróse en consecuencia un diseño del ídolo con el anhelo de ver “si mantenía letras,” cuyo carácter, ya que no hubiese cláusulas perceptibles, descubriese el “tiempo ó nación que lo erigió, si griegos, romanos, ó españoles antiguos.”
EI P. Florez hacia grabar el indicado diseño, bien distante por cierto de la verdad arqueológica, en la persuasión de que autorizaba con él la opinión, á que tal vez dio origen, de que habian penetrado en el suelo vasco los cartagineses. “Hoy (decia) recordando las palabras de Otálora sobre los “caracteres notables y no entendidos,” que según aquel ofrecía el ídolo, no muestra letras, y solo se conoce lo que va figurado, cuyos lincamientos son lo “mismo que llaman toros en Guisando, Avila y Puente de Salamanca, á quienes dieron aquel nombre de cuadrúpedo común los que no conocieron la figura de elefante, cuyos perfiles, aunque toscamente formados ó ya desfigurados, muestran los tales monumentos. El elefante es símbolo de “África, de que usaban los cartagineses que tanto dominaron en España y para denotar lo que se iban internando, erigían estas piedras con aquella figura. Algunos (añade) caminaron hacia el Norte, y llegando hasta Durango” dejaron allí esta memoria (2)
Esta cerrada conclusión del P. Florez, mientras pareció satisfacer á los eruditos como de persona tan docta y autorizada, quien presentaba á su estimación el mencionado ídolo cual “monumento inédito y raro,” excitando el patriotismo vizcaíno, contrario á toda idea de extraña dominación, movió al fin la pluma del diligente D. José Hipólito de Ozaeta, quien escribía aguijado por este sentimiento otra Memoria intitulada: La Cantabria vindicada, etc., etc., imprimiéndola en Madrid el año de 1779. 
 

(1) El actual cronista de Vizcaya dice que en el mismo tomo XXIV, pero con error. Lo apuntamos para evitar á nuestros lectores la inútil molestia de buscar allí las palabras y diseño del sabio maestro Florez. En esto, como en todo, el indicado cronista ha seguido con excesiva puntualidad, según luego veremos, al primer impugnador del fundador de la España sagrada.
(2) La Cantabria, discurso preliminar al tomo XXIV de la España Sagrada sobre la provincia tarraconense, páginas 126 y siguientes.
 

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Con excesivo desenfado y saña impropia de este linaje de tareas literarias, que era faltar á toda ley de cortesía, cargaba Ozaeta á Otálora y al mismo P. Florez de no
ilustrados dicterios y denuestos, considerando como agravio hecho á los cántabros la hipótesis del célebre agustino respecto de haber sido estos “conquistados por los cartagineses.” Ozaeta tropezaba en su enojo con la declaración hecha por el citado Otálora de que no solo en Miquéldi, mas también en Urrache, Manaría, Momoito, Ayura, Irure y Cangoitia, existían monumentos de igual traza que el ídolo; y echando sarcásticamente en cara al P. Florez el que no los hubiese publicado todos, como hacia con el primero, concluía asentando que este y los demás ídolos no eran “sino algunos
bosquejos de blasones de armas, que algunos patanes, preciados de arquitectos (!!), los desvastaron tan mal que los hubieron de abandonar por inútiles, ó algunas piedras sacadas para otros fínes que después no tuvieron efecto (1).”
Para prueba de esta gratuita hipótesis, que descubría á tiro de ballesta la incompetencia del agresivo impugnador en materia de bellas artes, intentaba Ozaeta demostrar “que la voz primitiva con que se designaron estas piedras, no fué la de Idolúa, sino la de Idorua, esto es, cosa encontrada,” afirmando autoritate sua que corrompido “el nombre con la mudanza de la r en l, por decir Miqueldico-Idorua se dijo Miqueldico-Idolua (2).” A la vardad no se concibe cómo pudo satisfacer esta explicación al espíritu fuerte que con tanta impiedad se mofaba de los “cuentos de la niñez” de Otálora, reproducidos “en su última infancia,” cuando acababa de aflrmar que “todos los Ídolos” citados estaban á la falda del monte, en que están (decia) las canteras, sin que de ellos haya hecho ningún otro (autor) más aprecio que el que se merecen las piedras 

(3).” Si era cosa á nadie oculta y de todos vista y menospreciada el ya famoso ídolo, ¿á qué venia, en efecto, la ficción del hallazgo?
Con no mayor fundamento acudía el autor de la Cantabria vindicada al silencio de Estrabon y de Plinio, respecto del ídolo de Miquéldi, para negar su existencia desde la antigüedad, fundado en que estos escritores, sobre mencionar los templos de Venus y Hércules de los cartagineses, con las aras dedicadas á Augusto, contaban “las naciones que tenian el defecto de ser dólatras (4).” 
 

(1) Cantabria vindicada, sesión XXIV, pág. 130,
(2) Id., id. id. pág. 131.
(3) Cantabria vindicada, pág, 129.
(4) Id., id, pág. 131

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No habian menester fatigarse mucho ni Estrabon ni Plinio para enumerar las naciones á quienes en su tiempo cegaba aún la venda de la idolatría; mencionaron realmente los monumentos más renombrados é importantes bajo la doble relación de la teogonia y del arte; pero ni pudieron catalogarlos todos, como nos enseñan há cuatro siglos muy suntuosos y magníficos monumentos arquitectónicos y estatuarios, cuya existencia tal vez no sospecharon tan doctos varones, ni descendieron tanto al tratar de los pueblos idolatras que hicieran menuda descripción de los varios y caprichosos simulacros de sus deidades. Además, este argumento de Ozaeta, encaminado piadosamente, como todos los suyos, á quitar la nota de idólatras á sus paisanos—empeño vano é impotente, pero que le ciega al punto de colmar al inofensivo Otálora de insultos impropios de un caballero—(1) por intentar probarlo todo, nada probaba; porque si para Estrabon y Plinio pudo ser suficiente al mencionar á los cántabros el consignar su amor á la independencia, declarando al par que, como los demás pueblos de España, tenian sus creencias y sus dioses privativos, no debió ser cosa indiferente y menos despreciable para quien atendiera á tratar topográficamente de una parte del país vasco, la mención y aun el estudio de tan peregrino monumento.
Resultaba de todo que el autor de la Cantabria vindicada, por no representar ni el ídolo de Miquéldi, ni las demás esculturas citadas por Otálora, á Júpiter, Venus ó Diana, y por “el universal silencio de todos los autores,” era digno del título de mochigote (?), altamente despreciable para la inquisición histórica de la cultura vasca, no ya en el concepto intentado por el P. Florez, quien no salía mejor librado de la férula irritable de Ozaeta, sino también en toda relación arqueológica. Si las conclusiones sobrado jactanciosas del autor de la Cantabria vindicada fueran aceptables, no seria dudoso el que su libro hubiese en este punto prestado un gran servicio á los que, exagerando el amor patrio, fantasean para el pueblo vizcaíno una
historia tan inverosímil como imposible. Su ejemplo, sin embargo, no ha carecido de imitadores, aun en nuestros propios días, no sin que la misma calidad de los propagadores de las ideas de D. Hipólito de Ozaeta, venga á imprimir cierto carácter oficial á sus no probadas é improbables afirmaciones y á sus desdeñosos y aun burladores conceptos.
 

(1) Con gusto propio de la época, decía Ozaeta de su compatriota Otálora que “Se le debió de haber enfermado en los aposentos de su cerebro el portero de la firme razón, con conocido daño de la imaginativa (pág. 129);” llamábale candido y apostrofábale con los declarados insultos de ¡Raro viejo! y ¡chocho! apodos desterrados de toda buena sociedad, ó indignos de todo hombre de letras.
 

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IV.
El 10 de Abril de 1864 el simpático novelador D. Antonio de Trueba, cronista de la provincia de Vizcaya, y D. Juan E. Délmas, entendido investigador de las antigüedades vascas, visitaban la villa de Durango, con el intento de examinar el famoso ídolo. Movía á Trueba el cumplimiento de su deber en el estudio de los monumentos vizcaínos como tal cronista: animaba á Délmas el proposito de ilustrar la Guia histórico-descriptiva del señorío, ya arriba citada. Adelantábase el cronista, reconocido el monumento que hicieron limpiar al propósito, á publicar en el Museo Universal el juicio que el expresado examen le habia inspirado (1): menos impaciente el señor Délmas, mientras sacaba un dibujo muy exacto del ídolo, aguardaba acaso á la publicación de su Guia, para dar alguna razón de lo que, como anticuario, habia leido en aquella piedra. El concepto por ambos formado no podia ser entre tanto más de semejante ni contradictorio. ¿Cuál de los dos dictámenes ofrecía mayores probabilidades de acierto?... Veámoslos.
Para quien no hubiera leido ya la Cantabria vindicada, no carecería en verdad el artículo del Sr. Trueba de cierta originalidad, como no carece de humorística travesura. El cronista de Vizcaya, teniéndose por obligado, como se tuvo Ozaeta, á sacar al señorío libre é incólume de toda mancha de servidumbre extraña y de todo pecado de idolatría, juzgó tarea digna de su ingenio el embestir de nuevo con el sabio autor de la España sagrada, tan maltratado por Ozaeta; y acudiendo al sarcasmo, á la invectiva y al denuesto, creyó ilustrar la materia “que tenia el deber de conocer,” con repetir, no sin salpimentarlo á su grado, cuanto el autor de la Cantabria, á quien califica de muy “juicioso y erudito escritor,” habia publicado en el particular desde 1779. Descalabrado y maltrecho salía una vez más de sus manos el inofensivo Otálora, causa inocente de estas lides eruditas, bien que el Sr. Trueba no se mostrara tan cruel con este su paisano, en lo de llamar ídolo al mochigote de Miquéldi. Con el testimonio de otro hijo de Durango, procuraba probar, en efecto, para no cargar en demasía su conciencia, que era costumbre en aquel pais el “llamar á todo objeto feo ídolo,
tratamiento que se daba (añadía, alegando la autoridad referida) á aquellas
 

(1) En el mismo año de 1864 incluía el Sr. Trueba su articulo del Museo Universal bajo el titulo de Miliqueldico-Idorua en un volumen misceláneo, dado á luz con nombre de Capítulos de un libro.
 

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personas feas, pesadisimas y de tardo expediento en sus acciones (1). Por lo demás, nada ó muy poco sustancial agregaba de suyo el Sr. Trueba á la impugnación de Ozaeta, como no fuese un tanto cuanto de pasión y destemplanza, que no asientan bien en el que hace oficial oficio de cronista. En cuanto á la conclusión, esto es, en cuanto á señalar el fin útil del ídolo de Miquéldi, apartábase el Sr. Trueba del autor de la Cantabria vindicada; mas sólo exagerando la aventurada hipótesis apuntada en dicha obra.
Era para Ozaeta, según arriba queda expuesto, cosa averiguada que el ídolo de Miquéldi no pasaba de ser, como las otras piedras citadas por Olálora, “un bosquejo de blasón de armas, que algunos patanes, preciados de arquitectos (!!) desvastaron tan mal que lo hubieron de abandonar por inútil ó alguna piedra sacada para otros fines, que después no tuvieron efecto.”
El Sr. Trueba, dando repetidamente el nombre poco adecuado de “mamarracho al referido ídolo, y partiendo del trivial dalo de que en la “Edad Media se adornaban los edificios más suntuosos con esculturas, algunas extravagantísimas, que representaban animales, escenas puramente fantásticas ó alegóricas y pasajes de la historia sagrada y profana” (2), llega hasta el punto de tener por “hipótesis tan admisible que vale poco menos que la evidencia, la de que sacada la piedra de Miquéldi de las canteras de Galindo ó Yurreta, para labrar alguno de los expresados ornatos, destinados tal vez á la próxima torre solariega de Lériz, “quedó abandonada allí á medio esculpir, porque al escultor (dice) no le salió bien su trabajo, porque sobró, porque lo que representaba no agradó al dueño ó maestro del edificio, ó por cualquiera otra causa (3).” Comó se ve, esta singular teoría sobre el mamarracho ó mazacote de Miquéldi, tan peregrina como ingenua, aunque expuesta por el cronista del señorío, cual hija de una profunda elucubración arqueológica y con visos de original, es una simple glosa de la hipótesis de Ozaeta, y no aparece más puesta en razón que ella, cualquiera que sea el punto de vista desde que se considere.
La flamantisima investigacion sobre el ídolo de Miquéldi, salvo él acumular nuevas acusaciones y dicterios sobre Otálora y el P. Florez, tarea poco envidiable, no ha dado un solo paso, dejando en las mismas nieblas cuanto á la verdadera ilustración del monumento de Miquéldi convenia.
 

(1) Pág. 278 de los Capitúlos de un libro. La autoridad referida al Dr. Fausto Antonio Veitia, autor de ciertas Notas M. C. S. sobre Durango y sus cercanías
(2) Pág. 289 de los Capítulos de un libro.
(3) Id. id., pág. 291.

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Al procedimiento empleado por el Sr. Trueba, que lal vez pudiera traer á la memoria de algún humorista el epigrama del célebre Francisco de Pacheco contra el pintor de Úbeda, “el cual satisfizo su falta de habilidad con matar el gallo que le acusaba de mal intérprete de la naturaleza,” no opuso el ya mencionado autor de la Guia histórico-descriptiva del señorío de Vizcaya teoría, ni contradicción alguna, al dar á luz su libro en el indicado año de 1864, y ni aun siquiera la menciona. Haciéndola del Ídolo, contentóse con notar que habia sido “motivo de controversia entre historiadores de mucha fama de los siglos XVII y XVIII,” asegurando unos (dice) “ser Ídolo abandonado por uno de los antiguos pueblos conquistadores de España y negando otros aseveración tan absoluta (1).” En muy docta carta, que debemos á su distinguida cortesía, no ha vacilado, sin embargo, en apuntar su opinión, con estas notables palabras: “Mi amigo Trueba y yo discrepamos grandemente en nuestras opiniones, cuando desenterramos ol ídolo: Trueba no le daba valor alguno y pretendía que era una piedra comenzada á labrar, para ser colocada sobre algún edificio, y después abandonada: yo, por el contrario, veía en el ídolo, en su forma, en sus decididos perfiles, en todo su conjunto un monumento erigido allí por alguno de los diferentes pueblos invasores que atravesaron nuestra España. Si Dios me da salud y vida, para terminar un trabajo, á que consagro mis ocios, y que llevará por lo mismo el título de Ratos perdidos, refutaré convenientemente las opiniones de mí amigo publicadas en su obra tilulada Capítulos de un libro (2).” La opinión del Sr. Délmas es terminante: lástima que sus quehaceres habituales no le hayan dejado hasta ahora dar cabo á su propósito. Nuestros lectores no podrán dudar, sin embargo, de que, si no es lícito aceptar, sin discusión, este juicio del Sr. Délmas, ofrece indubitadamente más consistencia que las arbitrarias conjeturas del cronista de Vizcaya, como encierra más condiciones artísticas, etnográficas y arqueológicas.
Hasta aquí la historia de la controversia suscitada sobre el ídolo de Miquéldi. ¿Es posible fundar sobre tan contradictorios pareceres alguna opinión aceptable, que se hermane igualmente con la historia del pueblo vasco y con las nociones de la ciencia de las antigüedades?
 

(1) Guía histórico-descríptiva. págs. 191 y 192.
(2) 11 de Abril de 1871

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V.
Deteniendo atentamente nuestras miradas en cuanto dejamos observado, y salvando enojosos accidentes, cúmplenos asentar desde luego que en medio de la contradicción y de la duda surgen dos diferentes opiniones respecto de la antigüedad y significación del ídolo de Miquéldi. Es la primera la que, teniéndole realmente por un monumento digno de estudio, se inclina á considerarlo cual testimonio de una invasión en el suelo vasco, más ó menos lejana y verificada por uno de los pueblos primitivos que entraron en la Península ibérica. Es la segunda la que mirándolo con obsoluto menosprecio y como indigno de llamar la atención de los hombres doctos, se adelanta hasta el punto de considerarlo cual un mazacote ó mamarracho á medio hacer, obra de mano imperita y grosera, contemporánea y aun autora de las esculturas ornamentales que existen en algunos edificios de los contornos. Háse apoyado esencialmente la primera opinión en el respeto que inspira todo monumento, cuya antigüedad aparece velada por la niebla de los siglos y cuyas formas ofrecen algo de extraordinario y primitivo, levantando instintivamente nuestro espíritu, á la contemplación de edades y de hombres, que no guardan ya relación visible con nosotros.
Estriba la segunda en un sentimiento repulsivo de toda idea de servidumbre respecto de las montañas vascas, nacido sin duda de muy generosa estirpe; mas no tan perspicaz y tolerante que acierte á discernir la verdad de las cosas, pues que cerrando los ojos á todo cuanto le hiere y mortifica, vive sólo de negaciones y de afirmaciones extremas, contrarias á toda investigación y demostración científica. Con esto comprenderán
nuestros lectores que estamos muy distantes de los que han adoptado el último sentir, expresión arbitraria y por demás irreflexiva de un patriotismo extremado: tampoco admitimos del todo el parecer de los primeros, susceptible á nuestro cuidar, de alguna modificación que le haga más aceptable.
A la verdad, no han alegado los despreciadores del ídolo de Miquéld, razón alguna fundamental para probar su tesis, fuera de la ruda y sangrienta refutación disparada contra el insigne P. Florez. El ídolo no es por cierto un elefante; demostración que sólo pide la inspección ocular del mismo ó el examen de un exacto diseño que lo represente. Siendo este, pues, el cimiento único de la hipótesis del docto agustiniano, que llevó hasta Durango la invasión cartaginesa, es evidente que el monumento no consigna aquel hecho (1). Pero ¿se deduce de aquí el que dando un salto mortal hasta los siglos XIV ó XV, se convierta en mera piedra ornamental, destinada á una torre ó edificio construido en aquel tiempo? Demos de buen grado la posibilidad de asentar holgadamente con otros once del mismo bulto en una fachada, como la de la casa solariega de Lériz, un monolito cuyo peso no baja de 200 arrobas; demos igualmente la conveniencia artística de colocar en un muro “á la altura de un segundo piso,” figuras exentas, labradas por tanto para ser vistas de todos lados; demos, en fin, la  singularidad heráldica de una familia vizcaína, que en los expresados siglos XIV ó XV, lejos de emplear los escudos de armas, tales como á la sazón se usaban en virtud de las prescripciones legales, tiene el raro capricho de simbolizar su nobleza en tal linaje de blasones, esculpidos por “arquitectos patanes,” según resolvió magistralmente el ya memorado Ozaeta. Concedida la posibilidad y verosimilitud de todo esto, ¿careceria acaso la ciencia arqueológica de principios y de medios para comprobar la verdad y aun la legitimidad del monumento? ¿Podria tal vez suponérsela falta de luz para discernir y determinar lo que es en el arte original y primitivo de lo que es imitado, derivado ó secundario? En una palabra; ¿pueden racionalmente confundirse las producciones arquitectónicas de la Edad Media, cualquiera que sea la manifestación ó estilo á que correspondan, con las obras más ó menos perfectas ó embrionarias de cualquiera otra civilización?
 

(1) Aunqne nosotros creemos, histórícameute hablando, que la dominación cartaginesa ni penetró en el centro de las montañas éuscaras, ni echó raices en las llanuras aledañas, todavía conviene advertir que tenemos por un tanto gratuita é inmotivada la alharaca que ciertos escritores vascongados arman para rechazar toda idea de relación entre el imperio de Cartago y aquella parte do la antigua Cantabria. Nadie pone hoy en duda, entre los historiadores de las razas pirenaicas, que los vasco-cántabros figuraron entre el formidable ejército que Anníbal lanzó contra Italia, y son muchos los doctos que tienen por auténticas las poesías guerreras que, formando parte de la preciosa coleccion de cantos cántabros, testifican la participación, muy gloriosa por cierto, para el país vasco. Poseemos, en efecto, dos cantares, uno anterior á la marcha de los referidos guerreros, y otro entonado ya en el suelo de Italia, que como indican aplaudidos historiadores, valen más que un libro entero para revelar el carácter y la vida entero de los pueblos pirenaicos en aquella edad remota: en ellos aparecen los vascos como aliados ó mercenarios independientes, que se ofrecían á Anníbal para ir delante de las demás tribus guerreras de España á pelear contra los romanos. No puede, pues, decirse, dada la autenticidad de estos hechos, que los cartagineses carecieron de toda relación con los vascos, hasta cuyas montañas llegaron, y todo enojo ó irritación patriótica en el particular sólo producirá la oscuridad del caos. 
 

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La historia del arte, considerado bajo sus multiplicadas relaciones, enseña de un modo tan racional como evidente que no sólo á cada civilización, sino á cada grado de cultura, dentro de esa civilización misma, corresponden una concepción, una forma y una manera de hacer determinadas. Establecer la cronología do estás diferentes formas de concebir y de ejecutar; discernir sus relaciones y señalar sus caracteres especiales, ministerio es importante de la crítica arqueológica, cuyos perspicuos fallos, apoyados siempre en una observacíon tan madura y exquisita como filosófica, iluminan con duradera luz el ancho campo de la historia. Imposible es consultar los monumentos de las edades pasadas con sujeción á estos principios, sin lograr el fruto ambicionado. Alumbradas por tan viva antorcha, parecen en efecto las obras del arte cobrar vida, movimiento y habla para revelar los misterios de que han sido testigos o depositarias; y cualquiera que sea su tosquedad ó perfección, conforme al grado de cultura intelectual á que deban su existencia, no será menos ingenuo y eficaz su testimonio, jamás sujeto á preconcebidos cálculos y bastardos intereses. Toda la dificultad do esta sincera y leal consulta estriba, sin embargo, en hallarse al hacerla iniciados derecha é integramente en el lenguaje del arte, cuyos signos de expresión constituyen sus formas exteriores: interrogar sus monumentos, sin el conocimiento y posesión de este verídico lenguaje, equivaldría con toda exactitud al temerario empeño de traducir, sin preparacion alguna, una peregrina leyenda de nunca vistos caracteres.
Y decimos ahora al ilustrado cronista del señorío de Vizcaya; ¿se ha demostrado ya de un modo concluyente que el ídolo de Miquéldi no pertenece á un arte primitivo? ¿Se ha intentado probar siquiera que es obra ornamental de los siglos XIV ó XV? La empresa hubiera sido tan ardua como irrealizable en uno y otro concepto á haberse acometido; y nosotros estamos por decir que el resultado de esta disquisición critico-arqueologica habría de ser de todo punto contrario al indicado intento. En efecto, á la fina atención del ya memorado D. Juan E. Délmas, debemos un exactísimo dibujo del ídolo de Miquéldi, y de su más ligero examen se deduce por una parte la infidelidad del que remitieron al docto P. Florez en 1767, y se obtiene por otra la seguridad de que pertenece á un pueblo y arte primitivos, ó que cuando menos no se habían adulterado con poderosas influencias extrañas.
Es el Ídolo de piedra arenisca de las canteras inmediatas; y conforme á la escala que el Sr. Délmas acompaña á su diseño, ofrece 1m99 de largo, por 0m44 en su grueso; la cabeza presenta una masa que tiene asimismo 1m44 y la base en que se incluye un disco colocado debajo del vientre, y se comprenden las cuatro patas del animal alli representado, hasta 1m12 de parte á parte.
Figura indubitadamente un puerco ó jabalí semejante, y aún pudiera decirse idéntico, á los que nuestros más renombrados anticuarios han mencionado repetidamente en Segovia, Avila, Guisando, Salamanca, etc., dos de los cuales hicimos traer en 1868 al Museo Arqueológico Nacional (1). Como aquellos revela, no un arte que ha experimentado multiplicadas y fundamentales trasformaciones y que aspira laboriosamente á nuevos desarrollos, lo cual sucedería á ser fruto de los escultores ornamentales de los siglos XIV o XV, sino un arte, que si bien da razón de un estado de cultura más embrionaria que incipiente, entraña toda la eficacia, todo el vigor necesarios para hacernos sentir que no amenazan la decadencia ni la caducidad al pueblo que tal monumento produce. En medio de la rudeza y tosquedad que parecen caracterizarlo, tosquedad y rudeza aumentada sin duda por las injurias del tiempo y el ignorante desden de los hombres, hay efectivamente en el ídolo de Miquéldi, como en los puercos de Avila y Segovia, algo de severo é imponente, que lejos de hacerlo despreciable á los ojos del discreto arqueólogo, le imprime cierto aspecto noble y monumental, no deshonroso ni indigno del pueblo á que es debido. Llévanos esta critica observación, sólo ineficaz para el que se halle desposeído de todo conocimiento en la historia del arte ó sojuzgado por una idea preconcebida, á considerar el objeto útil (la finalidad) de tan peregrino monumento; y reparando en que lejos de ser parte, y parte ornamental y muy accesoria de un edificio de cualquiera época arquitectónica, como irreflexivamente se ha pretendido, constituye un todo exento, independiente é íntegro, con especial carácter no fácil de confundir con otro alguno, no será mucho aventurar si reconocemos que el ídolo de Miquéldi fué destinado á llenar una necesidad común ó á interpretar sin duda un sentimiento público. Y con esto venimos ya naturalmente á la opinión del erudito autor de la Guía históricodescriptiva del señorío de Vizcaya.
Llegados realmente á la demostración de que ese monumento, tan desdeñado como vituperado de los más escritores vizcaínos, reivindica para sí merced á sus no dudosos y fehacientes caracteres arqueológicos, una signilicacion histórica, no es sino muy,
 

(1) El uno de Segovia., el otro de Avila: con ellos vino también del último punto la representación de un toro igual á los famosos que en Guisando han dado nombre á todas estas reipresentaciones. Estos monumentos de Avila fueron donados al Museo por nuestro ilustre amigo el señor duque de Abrantes. 
 

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racional el inquirirla. El Sr. Délmas libre de las preocupaciones que empequeñecen á los pueblos y no subliman á los hombres, nada ha visto de ofensivo y denigrante en que el ídolo de Miquéldi pertenezca, cual monumento positivo, á uno de los pueblos idólatras que en la antigüedad penetraron en el suelo vasco; y en verdad que no le escasea la razón en la primera parte de su hipótesis. Demás de las tradiciones, visiblemente idolátricas que con tanto esmero ha sabido recoger en las colinas de San Adrián de Arguinetas, arriba oportunamente mencionadas; demás de los vestigios de antigüedad gentílica y de las lápidas latinas que se ofrecen y se han descubierto fortuitamente en Ochandiano, Meacáur de Morga y Gentrubi; demás de la mención que hacen los geógrafos griegos y romanos de ciertas poblaciones idólatras en el litoral vizcaino —mención que ha dado origen á la famosa cuanto intrincada controversia sobre la colonia de Juliobriga— ha debido consultar y tener presentes los muchos epígrafes latino-éuscaros que á dicha se conservan. En ellos consta, de un modo que seria temeridad grande desconocer, el hecho histórico de que los pueblos vascos de una y otra vertiente del Pirineo dieron culto á no escaso número de ídolos. Los nombres de Bopian, Munso, Ele, Lixo, Bihoscin, Artahé, Abelioni, Leherem, Illumb, Lahé, Bensosia, conservados en lápidas votivas, que guardan los museos de Cominges y de Tolosa (1), nombres son de divinidades vascas; y con los de muchas otras deidades de igual índole y naturaleza, han convencido sin duda al Sr. Délmas de que lejos de ser el pueblo éuscaro una horda, desposeída de todo sentimiento religíoso, como resultaría de la insostenible suposición de sus irreflexivos encomiadores, pagó antes de ser cristiano, semejante á los demás pueblos de la tierra, el tributo de su respeto y de su adoración á todas las fuerzas protectoras de la naturaleza, como lo pagó también á la idealización que exaltaba y santificaba las humanas virtudes (2).
No ha escandahzado al Sr. Délmas, no podía escandalizarle, pues, el que escritores vascos de otros días hablasen de la existencia de ídolos en el suelo de Vizcaya, debiendo, por el contrario, ofender su generoso anhelo de ilustrar la historia patria, el inexplicable encono con que se han lanzado sobre aquellos por otros escritores, asimismo vascongados, todo linaje de injurias y denuestos. El Ídolo de Miquéldi podia buenamente, sin excitar semejantes burlas ni sarcasmos, representar, dentro de la teogonía éuscara, algunas de esas fuerzas protectoras de la naturaleza, ó consignar tal vez algún hecho que se relacionase más ó menos íntimamente con la creencia religiosa del pueblo que lo erigía. Y no hubiera sido este, en verdad, el único ejemplo que nos revelara la adopción de igual ó análogo símbolo, para personificar la fecundidad ó la abundancia entre las tribus primitivas, ó alejadas largos siglos de las corrientes civilizadoras.
Bien se advertirá que la fuerza misma de este raciocinio, hijo de hechos ya comprobados, nos lleva á separarnos algún tanto de la segunda parte de la opinión del Sr. Délmas, en que asienta que fué el ídolo de Miquéldi “erigido allí por alguno de los diferentes pueblos invasores que atravesaron nuestra España.” Sabemos que este juicio obedece á un sistema dado en la manera de concebir la historia del suelo vasco, sistema expuesto ya por el autor de la Guia de Vizcaya al estudiar los Sepulcros de Arguinela. Mas con el respeto que nos inspira toda investigación que no carece de bases y se encamina sinceramente á buscar la verdad, licito juzgamos insistir en que, reconocidos los hechos ya expuestos, no se há menester salir del país ni de la historia, propiamente éuscaros, para explicar la existencia, asi del Ídolo de Miquéldi, como de cualquiera otro que referente á su teogonia privativa pudiera allí descubrirse. En verdad, si existiesen en otros lugares de Vizcaya, Guipúzcoa ó Álava, los monumentos que mencionaron en las cercanías de Durango, aunque en tan diverso sentido, Otálora y Ozaeta, y sí presentaran todos los mismos caracteres attistico-arqueológicos que el de Miquéldi, nos veríamos forzados á inquirir formalmente las relaciones que entre ellos y los puercos de Avila y de Segovia existían para decir algo de importancia en orden á su significación respectiva. De los indicados monumentos de la España central se sabe con toda evidencia que precedieron á la dominación romana, y se opina, no sin visos de exactitud, que son monumentos geográficos, si bien no ágenos á los sentimientos y creencias religiosas de las tribus que los erigieron. ¿Pudiera tal vez decirse otro tanto del ídolo deMiquéldi? Desdicha grande ha sido por cierto el que lo deleznable de la piedra arenisca, de que está labrado, haya conlribuido á borrar los caracteres que vio en el disco, durante la segunda mitad del siglo XVI, el bien intencionado Otálora; caracteres que no quiso ya reconocer Ozaeta dos siglos adelante, y de que el Sr. Délmas halla todavía inequívocas huellas ó indicios (1). Si esos caracteres, á cuya inscripción hubo de destinarse el disco, hoy por fortuna existieran con alguna integridad, abreviarianse necesariamente los términos de esta disquisición, desapareciendo toda enojosa controversia. En su defecto, no cabe olvidar que pasadas las edades prehistóricas, cuyos monumentos nos dan algunos testimonios de primitivas inmigraciones, y realizada la invasión celta, cuyo influjo no es sensible en el centro de los valles éuscaros, se encierra y constituye en ella el pueblo vasco-hispano en tal manera que se hace innaccesible á toda duradera dominación y por tanto á toda influencia trascendental, ya civil, ya religiosa, y tal como se habría menester para imponer una creencia y un culto. Deponen todavía á favor de estas observaciones la etnografía y la filologia, mostrándonos, á pesar de los sacudimientos y trasformaciones que adelante indicaremos, la existencia de una raza y de una lengua que llevan sus orígenes á las más oscuras edades; y no es tampoco de preferir en este punto la demostración histórica de haber persistido en sus montañas por análogas razones, hasta muy cercanos tiempos las creencias idolátricas, de que dan todavía vivo y elocuentísimo testimonio las prácticas supersticiosas.
VI.
Considerado cuanto va referido, juzgamos en suma respecto del ídolo de Miquéldi:     1º Que lejos de ser un mamarracho ó mochígote (?), como humorísticamente se ha pretendido, ofrece todos los caracteres de un monumento realmente arqueológico, siendo por tanto digno de maduro estudio.

(1) En cuanto á Otálora, debe recordarse que dio á luz su Micrología en 1634, ya en tal edad, que Ozaeta pudo llamarle viejo dmcho: el autor de la Cantabria vindicada, publicó su obra en 1779. En cuanto á la afirmación del Sr. Délmas, copiaremos las palabras que sobre el particular nos dirige en la erudita carta ya mencionada.
“Hoy, dice, estos signos no existen; pero hay indudables indicios ó huellas de que en el disco el buril ó cincel ejecutó algunos caracteres. Estos están carcomidos por el tiempo; pero si bien no representan ya formas determinadas, repito que hubo allí algo cincelado.”

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2º Que en vez de ser ofensiva su existencia, cual sin razón se ha temido, al decoro y honra del pueblo éuscaro —y más especialmente al suelo vizcaíno, por arrojar sobre el la supuesta mancha de la idolatría— puede contribuir á ilustrar la historia, enlazándose de una manera eficaz con los monumentos ya felizmente conocidos, los cuales nos revelan una parte no indiferente de las creencias religiosas, profesadas desde la más remota antigüedad por la raza pobladora de las vertientes occidentales del Pirineo. 
3º Que persistiendo á uno y otro lado de este la idolatría, hasta el siglo x, según testifican la predicación y el ya citado martirio de San León, fundador, según repetidamente hemos dicho, de la Sede de Bayona, —como sobrevivió también en
otras comarcas de España hasta la invasión mahometana (1) —y representando las divinidades vascas fuerzas y atributos de la naturaleza, y aun la naturaleza misma,—sobre no repugnar á la sana razón el que simbolice alguno de esos atributos ó se enlace el ídolo de Miquéldi, más ó menos directamente, con los hechos relativos á la historia religiosa del pueblo vizcaino, no sólo ha podido ser fruto de muy remota edad , sino también de tiempos más cercanos al citado siglo x, reducidos por su mismo aislamiento y amor á la independencia, aquellos moradores de la montaña á un invencible estado de primitiva y embrionaria cultura. 
4° Y finalmente, que no es necesario, para explicar allí la presencia del ídolo, el suponer determinadas y triunfantes invasiones de pueblos extraños, —-pues que fuera de las que solo podrían comprobarse con un gran desarrollo de las investigaciones prehistóricas, conviene repetir que después de la constitución definitiva del pueblo éuscaro, debida á la irrupción de los celtas, no han sospechado siquiera los historiadores más diligentes de la antigüedad invasión alguna que penetre,arraigue y fructifique en el suelo vasco.
JOSÉ AMADOR DE LOS RÍOS.